13 diciembre 2005

Massailand´s love



"Mi amiga massai" (dibujo a lápiz y anotaciones manuscritas, diario de viaje de Santiago Rocha, 2002)


Capítulo 16 de “La Sombra de la lluvia” / “The shadow of rain”

“MASSAILAND´S LOVE”

© Inédito, Santiago Rocha

Agosto 24, 2002
El miércoles salíamos para Ujiji atravesando el país desde el NE hacia el W, pasando alternadamente por zonas desérticas y bosques espesos, cruzando ríos secos o casi secos. Nos establecimos en la orilla del Tanganyka y empezamos a trabajar de inmediato. Pero mi estadía en Ujiji me proporcionó la oportunidad para separarme del grupo y llevarme al guía conmigo para que cumpla con su parte del trato, después de la incursión a la aldea massai de utilería y armada para los turistas de días atrás. Me ofrecí para llevar unos contenedores con muestras a Dar es Salaam y los demás, locos de la vida por no tener que hacer este viaje polvoriento, ni chistaron. Durante el camino, lo obligué a Waga, el guía, a que me hable solo en swahili, aunque la mayoría de las veces no le entendía ni jota. El hecho es que a la vuelta de la Universidad de Dar, caímos en un verdadero poblado massai.

Aquí no hubo recibimiento ruidoso, tampoco estaba el piso recién barrido con ramas; la gente apenas nos miró con cierta curiosidad por unos minutos y luego volvió a sus menesteres. Solo los niños nos rodearon y me felicité por mis adentros por haber tenido la precaución de comprar una gran bolsa con golosinas en Dar. Las risas y los gritos de los niños me llenaron el corazón de una tibia satisfacción, aún sabiendo que estos niños, casi desnudos, necesitaban mucho más que aquello que yo les podía dar. Nada que ver esto con lo que habíamos visto hace unos días en aquella aldea-caricatura de Dysneyland. En esta aldea, en cambio, sólo habían viejos, mujeres y niños y apenas alguno que otro hombre joven.

Los adolescentes y los jóvenes estaban ejercitándose para ser hombres o pastoreando el ganado (en algunas oportunidades no vuelven a la aldea en meses). Las túnicas de los hombres y los vestidos de las mujeres son también rojos, pero en muchos casos, hechas jirones aunque siempre limpias (a pesar de la escasez de agua). Estaba con Waga: a pesar de esto todo el mundo me miraba con algo de desconfianza, menos una vieja que molía algo en un enorme mortero de madera. Nos miramos y aquello fue amor a primera vista. ¡Qué lindura de viejita! Pocas veces se ven en África negros canosos, sea porque el promedio de vida es muy bajo (a pesar de los datos oficiales) y mueren antes de llegar a encanecer, sea porque las características raciales implican una pigmentación más intensa del pelo, sea porque la mayoría llevan las cabezas rapadas, pero esta mujer tiene el pelo tan blanco como la nieve en la cima del Kilimanjaro. Los lóbulos de las orejas con enormes perforaciones, le llegan a los hombros. Quién sabe qué pesados adornos llevó durante quién sabe cuántos años.

Apenas nos vió, cruzó las manos sobre el pecho, se inclinó y nos invitó a acercarnos. Me sonrió con su boca casi vacía de dientes, pero su sonrisa fue tan encantadora, tan sincera que le contesté de inmediato con mi mejor sonrisa (esta que provoca el achinamiento de los ojos). Sin decir palabra, entró en la choza volvió con dos cuencos y los llenó con un líquido algo turbio que sacó de una enorme vasija de barro que estaba a pleno sol, para luego dárnoslos. Con algo de temor probé el brebaje. Era agrio y un poco efervescente, con algo de graduación alcohólica (menos que la cerveza, sin dudas) para nada desagradable, y contra todas las suposiciones, estaba bastante fresco. Después me di cuenta por qué: a cada rato, la viejita esparcía agua con una especie de cucharón sobre la superficie porosa de la vasija, agua que se evaporaba casi instantáneamente provocando así el enfriamiento de su interior. Zuri, le dije - sabroso- y mi nueva amiga se rió con todo su cuerpo: Tulimshukuru kwa wema wake -gracias por vuestra bondad-, y me dio otro trago. De ahí en más no nos despegamos hasta el atardecer. ¡Cosas del amor!

El guía le explicó quién era yo y a qué vine a esta parte del mundo. La abuela solo me miraba sin decir nada. Después nos indicó que la siguiéramos y nos llevó a lo que vendría a ser "la casa de todos", un cobertizo mayor que cualquiera de las chozas del pueblo. Al lado, el cercado donde se guardan las reses, bien en el centro de la aldea. Dentro de la casa comunal habían varios hombres sentados sobre esteras en el piso y escuchando con gran respeto a uno de ellos que estaba hablando. Estaban sentados en círculo y eso me impresionó porque el significado semiótico de una reunión circular es la igualdad. Naide es más que naide! Sin embargo, el que hablaba (hermano de mi encantadora amiga) es el jefe de la aldea, juez, sacerdote y también el más avezado en el arte de emplear la herboristería cuando las circunstancias lo requerían (me enteré que las circunstancias lo requerían con mucha frecuencia: la aldea estaba llena de enfermos). La viejita le murmuró algo al oído y a un gesto del hombre, el círculo se amplió para aceptar a dos más. La discusión o lo que sea que se estaba tratando se interrumpió. Ahora todos me estaban haciendo preguntas, intérprete de por medio. Quién y qué soy, de dónde soy y qué hago en Massailand. Los pobres eran nómades trashumantes, libres como el viento y hasta que los amos del mundo trazaron fronteras arbitrarias en un mapa, esta gente vivía siguiendo las lluvias con su ganado; por lo tanto, los más viejos se niegan a hablar de países, no comprenden ni aceptan las líneas divisorias y eso les trae no pocos problemas con una ley que no es la suya. Nunca tan apropiada la distinción ontológica del Universo que me enseñaste: el mapa no es el territorio!... Mientras pensaba en todo esto, yo contestaba una sarta interminable de otras cuestiones más.

"Patrulla de adolescentes" (dibujo a lápiz y anotaciones manuscritas, diario de viaje de Santiago Rocha, 2002)

Mi querido Daniel, espero no cansarte con mi relato, pero te pido un poco de paciencia, porque como verás, tiene mucho en común con tus añorados relatos de las veranadas de Varvarco, con tu entrañable “Amor de veranada”, con Doña Estefanía, Don Benedicto, contigo y con nosotros, la Humanidad misma. He vivido tus mismas experiencias con personas de alma generosa, como tus amigos de Varvarco, aquí en las lejanas tierras africanas de Tanzania. ¡Cuánta razón tienes! Ahora más que nunca estoy convencido que somos un único espíritu habitando dos cuerpos diferentes y distantes, pero que seguirá siendo UNO por siempre. Nadie podrá convencerme de lo contrario ni en un millón de años. Ya verás por qué.

Quedamos en la lluvia de preguntas que me hicieron, a las cuales respondí con la mayor sinceridad y paciencia. Cuando me tocó el turno no los perdoné y los acribillé con las mías. Daniel, cómo lamento no tener conocimientos de sociología, etnología y lo que sé de antropología es solo lo básico. De no ser así, comprendería mejor el funcionamiento de esta sociedad y podría transmitirte con mayor fidelidad lo que estuve viviendo. Lo que sí me quedó claro, es que esta gente está en consonancia con la naturaleza en todos sus actos: le pide lo que necesita para vivir y nada más que eso, y le devuelve aquello que puede favorecerla. Es impresionante la relación que tienen con el ganado: los animales son tratados con mucho mayor respeto que los humanos en las civilizaciones occidentales. Les pregunté cómo se las arreglan para soportar los interminables meses de sequía, las inundaciones durante la estación de lluvias, las epidemias y las zoonosis (casi todos los vacunos tienen aftosa).

El Jefe me contestó con una frase que repitió a mi pedido para poder anotarla: Maeki Leukaina ilalenyana -A los elefantes no les pesan los colmillos-, dándome a entender que todo aquello que yo consideraba calamidades, sólo eran expresiones de su propia naturaleza y como tales las enfocaban sin lamentarse. Desde hace un par de siglos los massai se dedican a la ganadería. A pesar de ello, la figura del guerrero sigue siendo venerada, y no sólo por su capacidad de pelear. Es algo similar al samurai japonés. El guerrero es noble y digno, tiene una preparación y una enseñanza que lo diferencia de los simples matones de otras tribus. A partir de la edad de 13 años, los niños dejan de serlo para convertirse en futuros hombres: se les rapa la cabeza y luego se los circuncida. De ahora en más todo lo que hagan tendrá como fin obtener el merecimiento de ser llamados guerreros.

Y asi charlamos horas hasta que apareció mi amiga con una enorme olla humeante, nuestra cena (un cocido, mezcla de queso de vaca con trozos de carne cortados como fideos y condimentado con algo que logré definir y tampoco lo entendí cuando me explicaron lo que era), además la ya conocida cerveza agria. Para los demás hombres era la señal que debían retirarse y sólo quedamos los dos hermanos massai, Waga y yo. Después de la cena, la encantadora viejita nos llevó al guía y a mi a mostrarnos nuestra morada nocturna. Sobre unas esteras en el piso estaban tendidas dos mantas y un par de atados de juncos con un hueco para apoyar la nuca, a modo de almohadas. Le agradecí y le pregunté si podía ir hasta un riachuelo que vi en las cercanías de la aldea (en realidad, un flaco hilo de agua) para bañarme. Me aseguró que en esta época del año no era peligroso y ahí fui con un jabón y una toalla que saqué de mi mochila. Al volver de mi baño, una tea clavada en la tierra iluminaba la entrada de la choza donde iba a dormir. Inmediatamente pensé que mi madre hacía lo mismo cuando sabía que iba a volver tarde a casa: dejaba una luz en la entrada a modo de bienvenida. Otro acto pequeño, humilde y silencioso, una inesperada muestra de amor. Me dormí pensando en mi madre, en la dulce anciana massai y en mi montañés de alma.


Nunca le pregunté el nombre, tampoco ella preguntó el mío, pero el suyo bien puede ser Doña Estefanía, porque al otro día, al despertarme temprano, vi dónde había dormido: sobre un manojo de pajas junto al ganado. Nuestra anfitriona nos cedió su casa. No estábamos en tu veranada sino en la planicie africana, pero los sentimientos eran los mismos. Mi Doña Estefanía se apresuró a prepararnos algo a modo de desayuno: leche con sangre de vaca y una especie de tortillas hechas, supongo, con mandioca.

Mientras estábamos sentados comiendo, apareció de nuevo, esta vez trayendo en un pedazo de madera ahuecada una hermosa orquídea; la puso a mis pies y me sonrió. Su sonrisa fue casi una súplica: acepta mi ofrenda. Instintivamente me incliné para oler la flor, aún sabiendo que la mayoría de las orquídeas no tienen perfume. Marindhia - dijo la viejita - buena persona. Después empezó a hablarme rápido. Me tradujo Waga: dice que los hombres blancos no se inclinan a oler una flor, que usted debe ser massai y si no lo es merece serlo. Cuanta razón tenía! No nos inclinamos a oler una flor, la arrancamos y la llevamos a la nariz, o mejor aún, la compramos ya arrancada. Me levanté y para agradecerle incliné mi cabeza: Shukuru -gracias- , e hice algo que me advirtieron varias veces que no debo hacer: la abracé y le besé las mejillas. Se quedó dura y el guía también, pero inmediatamente la sonrisa reapareció en su rostro, tranquilizadora. Le pedí que le permitiera a Waga sacarnos una foto juntos antes de despedirnos. Escuchó en silencio la traducción y me pidió que no lo hiciera. Estúpido de mí, le expliqué lo que era una fotografía y que la quería para recordarla. Entonces, la viejita entró a la choza que nos sirvió de posada y salió con una caja de madera, de la cual sacó una foto de un joven vestido con remera y pantalones vaqueros abrazado a una mujer que sostenía en los brazos a un hermoso niño. Es mi hijo, dijo, está viviendo afuera (fuera de Massailand) en Nairobi, entre gente incivilizada. Me tocó con la mano el pecho y la cabeza y me dijo que lo que merece recordarse se aloja ahí. Tuve ganas de abrazarla nuevamente pero me abstuve. Se sacó uno de sus innumerables collares y me lo colgó al cuello. Un hermosísimo collar cuyas cuentas talladas en ébano representan cada una un animal diferente.

Momentos inolvidables... Eramos dos extraños juntados por el azar en un acto de comunión y ofreciéndonos el uno al otro el bálsamo del consuelo. Esta venerable mujer, junto con la flor y el collar, me obsequió el inefable alivio de la esperanza. ¿Qué podía darle yo a cambio? Nada de lo que yo tenía valía tanto. Sin pensarlo me quité del cuello el triángulo verde bordado por nuestra bruja blanca y se lo entregué (lo siento, era para ti, pero ahora tendrás un magnífico collar de ébano a cambio). Después bajé del coche todos los paquetes con galletitas que había comprado en Dar para el equipo en Tanganyka (que se jodan, me dije) y un par de tarros con mermeladas. Aceptó lo poco que le pude dar con un pequeño gesto de cabeza. A esta altura, su hermano y los demás de la aldea se acercaron para despedirse, pero a mí me esperaba una última emoción. La madrecita entró nuevamente a su choza y salió con algo en una mano, una especie de polvo, puso la mano sobre mi cabeza primero con la palma hacia arriba mientras murmuraba algo, luego la dió vuelta volcando su contenido en mi pelo y me tomó la cabeza con las dos manos. Me embargaba una emoción pura y solemne, como una bendición, y mientras en su cara se dibujaba una sonrisa pude ver en sus ojos una inmensa tristeza. Quizás anhelaba abrazar a aquel hijo perdido entre los incivilizados de la gran ciudad.

Salí lo más rápido que pude de ahí y las siluetas de los que nos despedían se estaban desdibujando en la nube de polvo que dejábamos atrás.

Compartir las vivencias de otras personas - y cuando digo compartir me refiero a estar completamente disponible para asimilar todos los recuerdos, los gestos más sutiles, los movimientos cotidianos y rutinarios y también aquellos que implican magnanimidad y heroísmo - significa hacer tu vida más plena y aún más, significa vivir más de una vida.

Daniel, estoy convencido que las vidas no deben medirse en años sino en vivencias y entregas. Es probable que nunca más vuelva a ver a esta mujer, pero seguramente nunca la voy a olvidar y sé que su bendición, como las tuyas, Hermano de mi alma, me seguirá mientras viva y también sé que ahora en mi pecho cobijo una vida más.

“MASSAILAND’S LOVE”
Santiago Andrés Rocha, Dar es Salaam, Tanzania, agosto de 2002


El Kilimanjaro visto desde Serengueti

1Comentarios:

At diciembre 13, 2005 9:38 a. m., Anonymous Anónimo

Otra botella al mar, esta vez con la seguridad que va a llegar a su destinatario. Me emocionó mucho al ver que entre tus frases con ritmos musicales andinos hayas incluido la escritura tosca, apresurada, pero tan maravillosa que solía garabatear Santiago. Lo fantástico de esto es que no desentona para nada lo tuyo con lo de él, por el contrario, se complementan.
Iaco Iacobovici

 

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